martes, 28 de abril de 2009

Abordajes

Hay quien se dedica a observarte por la calle, según andas, según te cruzas con ellos, con el único objetivo de si puede o debe abordarte. Tu mirada, la seguridad que demuestres, la idea que produzcas en ellos es determinante para que se dirijan a ti: hoy al caminar me he cruzado con tres señoras que llevaban propaganda de los Testigos de Jehová, enseguida dos jóvenes (seguramente americanos) vestidos con el uniforme que suelen exhibir me han parecido mormones; un poco más adelante en un cruce estratégico de dos calles peatonales han aparecido varios portadores de chalecos de la Cruz Roja. Ninguno de ellos se ha decidido hoy a abordarme. He tenido suerte. Quizás el portar la sillita con el niño me ha servido para librarme de ese acoso al que a veces nos someten a diario. También hay quién encuesta, quien intenta en los centros comerciales desde que compres un filtro de agua a que inviertas tu dinero en una oficina bancaria virtual, quien pide firmas u óbolos para las causas más diversas. Casi ninguna mirada es gratuita, así es que es conveniente ensayar la mirada que vas a sostener o desviar cuando esto se produzca, aunque a veces los motivos del abordaje no tengan apenas que ver con esto: he observado durante un buen rato a los voluntarios (o no tan voluntarios, pues creo que algo obtienen a cambio) de la Cruz Roja en un cruce de calles para determinar el perfil de quienes abordaban, y sorprendentemente los chicos abordaban a chicas guapas o de buena presencia, y las chicas a chicos fornidos de buena planta. Quizás se trate tan sólo de una estrategia de seducción.

lunes, 20 de abril de 2009

Un libro en la hamburguesería

En la hamburguesería del centro comercial era la hora punta, las diez de la noche de un sábado frío del mes de abril. La cola de espera salía por la puerta del establecimiento, lo cuál no disuadía a nadie de incorporarse a ella, a sabiendas de la legendaria velocidad de las cajeras y dispensadoras de comida en estos locales. Me había vestido rápido con un chándal y había ido a buscar un par de hamburguesas para cenar; calculando que era una hora punta me llevé un libro de relatos, De que hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver.
Me costaba concentrarme en la lectura y sentía que mucha gente me miraba, unos de reojo, otros abiertamente sabiendo que yo mantenía la vista fija en el libro. Debía ser un bicho raro en la noche del centro comercial en el que no hay una mísera librería, ni un kiosco, ni ves a nadie leyendo y a la mayoría de los que por allí pululan cuesta imaginárselos leyendo en cualquier otro lugar. Prejuicios. Míos y de los otros en torno a mí. Finalmente me dedique entre párrafo y párrafo a observar a los que tenía a mi alrededor: parejas jóvenes sobre todo, pero también muchos niños, caras de adulto adustas, madres con sus vástagos sin que los padres aparecieran por ningún lado (como siempre en estas ocasiones tiendo a pensar que están viendo fútbol en bares abarrotados de gente mientras trasiegan cerveza en grandes cantidades. Prejuicios.). Me maravilló la rapidez y el exquisito trato de la joven que me atendió en la caja, seguramente trabajadora de paso en busca de una ubicación mejor. Beneficio para la empresa explotadora, beneficio para la estudiante: al ver mi libro sonrió, la única que lo hizo en el local dónde los que antes me miraban parecían despreciarme.

jueves, 9 de abril de 2009

Procesiones en la ciudad

Parece que van disfrazados, o que van a disfrazarse, con su capuchón y su manto bajo el brazo; desde luego van a participar en un acto colectivo, en una especie de unión común para conseguir más fuerza. Supongo que alguno de ellos siente que va a ser observado por miles de turistas y eso le gusta; tal vez a otros eso les desagrade y les suponga un esfuerzo adicional para poder concentrarse en sus oraciones o en su penitencia o en la expresión íntima de sus deseos, o en la sensación de fraternidad, de protección, de fuerza común.
Fuera del ámbito religioso parece increíble que miles de personas en algunas ciudades se movilicen cada año para posibilitar el colorido turístico de las procesiones sin obtener apenas nada a cambio, sujetos anónimos casi siempre, que sienten íntimamente el orgullo de pertenecer a una cofradía. Anoche escuchábamos en televisión a una mujer en Zamora que decía que tenía que haber una Semana Santa cada dos meses. Era una de sus formas supremas de realización personal. Todo parecía girar en torno a su participación en esas procesiones a pesar de que reconocía que todo en torno a ellas era muy machista, y que estaba costando mucho que algunas cofradías históricas evolucionaran hacia una cierta igualdad.
Dentro de las propias cofradías suele haber disensiones grandes entre algunos de sus miembros, relativas en gran medida al poder, a la forma de ejercerlo, al trabajo nunca remunerado, a los esfuerzos que unos hacen y otros no en la preparación para que todo pueda funcionar (pese a que aparentemente está todo ya organizado por siglos de tradición, debe haber un trabajo sucio detrás que algunos no estarán dispuestos a asumir), en la figuración y preeminencia en determinados ámbitos, en las donaciones (siempre aparece el dinero como motor en toda ocasión y circunstancia) que puedan hacerse de manera menos anónima de lo que debiera ser. Todo requiere un sacrificio personal en aras del funcionamiento colectivo que ya no suele tener esa función de socorro y de protección para los que fueron fundadas las más de estas cofradías. Ahora parece que la satisfacción es el lucimiento o el reconocimiento social, o la penitencia...